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La huella mística

Por Marga Montesdeoca

 

Algunos científicos materialistas postulan que los textos religiosos tienen contenidos incongruentes y que son historias fantasiosas. En el Libro del Génesis de la Biblia leemos que Dios dijo: "Hágase la luz"; lo dijo antes de crear el sol, la luna y las estrellas.

 

Para esos científicos materialistas no hay más luz que la que emana de las incontables estrellas que pueblan el universo. La luz física es la parte del espectro electromagnético que puede captar el ojo humano.

Pero para los místicos e incluso personas corrientes que han experimentado una E.C.M (Experiencia Cercana a la Muerte), existe una luz no compuesta de fotones con una dualidad onda-partícula, sino una luz divina que envuelve el universo.

Como la protagonista de mi novela Playas Siderales, me preguntaba qué misteriosa luz era esa que los ojos no pueden ver. Para verla Santa Teresa de Jesús lo deja claro: “procurad cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma”; en Mateo 6:12 se afirma: “la lámpara del cuerpo es el ojo, así que si tu ojo es bueno, todo tú cuerpo está lleno de luz”.

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En los textos hinduistas, budistas y taoístas, entre otros, encontramos el concepto del tercer ojo, que lo ubican en el chakra del entrecejo.

A lo largo de los siglos miles de buscadores han seguido las huellas de los místicos, esperando descubrir la oculta luz en sus meditaciones.

 

Sin embargo, el gran maestro Paramahansa Yogananda (1893-1952) advertía a sus alumnos de su ermita californiana que la meditación no era un circo, que no buscaran visiones o luces espirituales. En lugar de ello, era mejor buscar gradualmente a Dios en este plano terrenal. Su señal inequívoca sería un creciente gozo interior; un estado nada desdeñable en la ya agitada sociedad norteamericana de principios del siglo XX. Así, cada vez son más son occidentales que ansían una paz mental, arrebatada en el estruendo de sus sociedades. Indagan sobre las meditaciones profundas de un lama tibetano; o el trance de un yogui a orillas del Benarés; o el recogimiento pausado de un monje cristiano cobijado en alguna abadía.

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Cuando en mi niñez asistía a la misa del domingo, observaba el interior del templo con las vidrieras atravesadas por la luz solar…pero otra luz llamaba mi atención: la que rodeaba las cabezas de ángeles, de la Virgen, de Jesús o de los santos en los cuadros. Pero también podía apreciar ese halo de luz en la cabeza de un buda en algún comercio oriental. Por otro lado, mis ojos se deslizaban hacia una pintura religiosa dentro de algunos de los populares bazares regentados por comerciantes procedentes de la India, que proliferaban en la zona del Parque de Santa Catalina en la ciudad de
Las Palmas de Gran Canaria. Mientras un familiar 
regateaba el precio de un pionero reloj digital, mis ojos se clavaban en la figura de un santo hinduista cuya cabeza era rodeada de un halo de luz. En aquellos momentos no entendí la coincidencia sobre el halo de luz en la cabeza entre místicos de todas las religiones.


En su hipnótica danza, un derviche se considera un portador de luz. Un swami sentado en posición de loto puede se alcanzado por luces astrales. En su austera vida un monje shaolin busca la iluminación. Y una monja católica reza incesantemente a Jesús como la luz del mundo. Pues como señala San Juan: "Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en Él". (1 Juan 1:5).

Una gloriosa luz que a diferencia de la tosca y limitada luz física no te ciega; a pesar, como dice el poeta Kabir, de que tiene más potencia que un millón de soles. Una luz plena de amor infinito que embriaga a quienes la han captado, y por ello Santa Teresa sentencia: "La vida es una mala noche en una mala posada".

© Marga Montesdeoca. Autora de Playas Siderales (literatura Abierta, 2023)

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