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Amor, fe y virtud política en el Quijote
No es posible, a mi modo de ver, entender la figura del Quijote sin poner en lugar preferente las ideas de amor y fe. Ciertamente, el concepto más empleado al referirse al Ingenioso Hidalgo es el de locura, pero ¿no son el amor y la fe actos de locura? Se entiende por locura el “estar fuera de sí”, pero ¿no es el amor un “encontrarse en la persona amada” y la fe una “confianza y abandono en un ser querido”?
En realidad, no le es posible al ser humano vivir sin “salir fuera de sí”, hacia las personas y las cosas que le circundan, y de ahí que haya dos posibilidades fundamentales: salir para “ser y estar” en el otro, en cuyo caso el otro es un medio para encontrarme a mi mismo, o salir y usar al otro como instrumento para volver a mí. La diferencia está en que no puedo usar arbitrariamente de un medio, mientras que sí puedo hacerlo con un instrumento.
En consecuencia, las acusaciones mutuas de “locura” entre la actitud del que toma al otro como medio y el que lo toma como instrumento son permanentes. En efecto, para el que piensa que los otros son meros instrumentos para mi autorrealización, entregarse a otro, tomarlo como medio de mi vivir, confiarme en él, es una locura, por renunciar a la seguridad en sí mismo. Por el contrario, para quien piensa que el otro es medio, los que convierten a todo y a todos en meros instrumentos no conseguirán nunca “encontrarse a sí mismos” y –en ese sentido- estarán siempre fuera de sí, serán locos aunque parecen no serlo.
A mi modo de ver, este enfoque es central para entender el amor quijotesco que, en este sentido, me parece ser un amor platónico al que se le ha añadido el sentido dramático que el cristianismo da a la vida en este mundo, y que estaba ausente en el platonismo.
En nuestros días cada vez se da un acercamiento semántico mayor entre amor y sexo, con un estrechamiento grande de la realidad del amor. Por eso tal vez no es inútil considerar que lo que llamamos querer o amar en el sentido más amplio es una realidad llena de matices y dimensiones.
Está primero la simpatía, movimiento emocional parcial y superficial; después el afecto, que ya implica una relación sentimental global con respecto a la otra persona; a continuación la pasión, que –como dicen algunos británicos- es una simpatía muy exagerada, lo que implica que es parcial lo mismo que la simpatía; la combinación de afecto y pasión genera lo que comúnmente se suele llamar hoy enamoramiento.
A continuación entramos en las dimensiones del querer que implican lo supraemocional. En primer lugar está el respeto en el cual tomamos a la otra persona como un absoluto que no pueden manipular mis sentimientos y emociones; después viene la amistad, en la cual afirmo el carácter absoluto del otro unido a mi deseo de dialogar con él: la amistad es para el diálogo y se da en el diálogo; después viene el amor matrimonial, en el cual deseo relacionarme con la otra persona, a la que respeto, con la ilusión y el deseo de contribuir a la sublime tarea de traer hijos al mundo. Y después está lo que se podría llamar según la tradición mística el amor “puro”, no porque las otras formas no sean puras sino porque se presenta como un amor que no es más que simplemente amor, y es por ello también el más difícil y el más representativo: dar la propia vida por el ser querido, aunque tal vez emocionalmente no tenga muchas “ganas” de hacerlo.
Está muy claro, a mi juicio, que todas estas dimensiones pueden convivir, darse juntas, o bien pueden presentarse sólo algunas de ellas o bien ser contraproducentes si se dan por separado. Para la amistad no hace falta ningún enamoramiento, y viceversa. El amor matrimonial sin enamoramiento es difícil, y el enamoramiento sin amor matrimonial plantea dificultades. Un amor matrimonial en el que cada cónyuge no tuviera además el amor puro que le empujase a dar la vida por el otro es bien raro, pero tampoco una amistad verdadera parece serlo si no añade el amor puro. La amistad no necesita el amor matrimonial y viceversa, pero un amor matrimonial en el que los cónyuges son además amigos puede ser una gran cosa, aunque esto no es tan fácil por razones que aquí no son al caso y que aparecen en la literatura universal.
A mi modo de ver en el Quijote comparecen sobre todo el respeto, el amor puro y la amistad. Un caballero andante no podría jamás faltar al respeto a los demás, pues eso iría contra una característica central de los de su clase: el honor. La amistad se va introduciendo poco a poco, al ritmo en el que caballero y escudero van aumentando su confianza y aprecio, hasta culminar en el “Sancho amigo, Sancho hermano”, que trasluce y sintetiza la enorme riqueza de los diálogos entre ambos. Sancho actúa primero de “contrapunto”, siguiendo la figura literaria de la dualidad, a la que se refiere brillantemente Kierkegaard, pero poco a poco pasa de ser el facilitador de las enseñanzas del caballero a ser un dialogante activo y sorprendentemente sabio.
El amor por Dulcinea no es en realidad amor matrimonial, y ello muestra la intención de la novela. No estaba Don Quijote para casamientos, y en ningún momento se deja ver un interés real en ello, pero un caballero andante no podría existir sin su dama, de tal manera que su relación con ella es “platónica” en el uso común y a mi modo de ver equivocado que se suele dar al concepto de “amor platónico”, como un amor sin esperanza de realidad.
Donde se ve lo que quizás se podría llamar “amor platónico cristiano” es sin embargo en la actitud fundamental de Don Quijote, que está dispuesto en todo momento a jugarse la vida por “hacer el bien”. Y aquí me parece que está una clave fundamental del Quijote. En el plano político, España había luchado y se había desangrado por el ideal de la “Cristiandad”. Los demás –mencionados en múltiples escritos de los políticos españoles de la época- que eran sobre todo Francia, y también Inglaterra, se habían aprovechado de la nobleza del proyecto español para debilitar a una España que ya atisbaba su decadencia. Los españoles habían sido políticamente unos “Quijotes”. Pero lo característico de Don Quijote es que no se queja amargamente de ello, ni encarna –a pesar de lo que dicen muchos ahora- la figura moderna del crítico sociopolítico, sino que deja más bien traslucir la amargura de quien se sabe engañado por quien le debía haber ayudado.
Y esta actitud es la que traslada de la gran política a la pequeña, la de la vida de cada individuo. Actuar como él lo hace es locura para los demás, que son gente “sensata” y que “están de vuelta”; gente que sabe cuanto engaño hay en esta vida y que se refugian en esconderse, aparentar, pasar inadvertidos, no arriesgar. Con personas así –que no son pocas- la sociedad no puede desarrollarse dignamente, con honor. Por eso Don Quijote, que sabe muy bien lo que está haciendo, sostiene que nada es más necesario a una sociedad que la existencia en ella de caballeros andantes; personas que, a pesar de que saben muy bien como vive la mayoría, ponen la salvación del honor de la sociedad misma por encima de sus intereses particulares.
Por eso, Cervantes elige la figura de un aparente loco para expresar el fondo de su pensamiento. Nietzsche –me atrevo a decir- se equivoca completamente en su juicio del Quijote. No es un libro –como él pretende- de humor; es un libro que acude a la forma humorística para mostrar mucho mejor gracias a ella la inmensa necesidad del caballero andante.
Aquí Cervantes es un socrático: todo el libro es una ironía, es decir, una forma indirecta de hablar, cuya finalidad es que el que escucha o lee “caiga él en la cuenta” de lo que se quiere decir. Si la tesis del Quijote se hubiera expresado en forma seria y directa, todos aquellos que viven sin arriesgar su vida por alguna causa noble –la mayoría, desgraciadamente- lo hubieran tomado como “moralina”, como discurso moralizante que les produce risa. De modo que para evitar la risa del tonto que se cree listo, Cervantes recurre al método de hacer reír para ver si así se dancuenta.
Ahora bien, ¿qué sentido puede tener luchar por ayudar a las viudas, huérfanos y desvalidos si no existe más que esta vida? Si Cervantes creyera que no hay nada tras la muerte, entonces ciertamente su héroe sería un loco común, de hospital, y la finalidad de su obra desde luego meramente humorística. Aquí el humor jugaría el papel –es una de sus funciones- de ayudar a suavizar la dureza de la vida. Pero entonces Don Quijote hubiera muerto tan loco como vivió, o bien –al recuperar el juicio en sus últimos momentos- hubiera sentido la tremenda amargura de ver que su vida se ha perdido en tonterías. Si Cervantes no elige ninguno de esos dos finales para su héroe tiene que ser porque su intención es la antes aludida. Y eso explica el impresionante final de la obra, que se encuentra en el epitafio que escribe Sansón Carrasco.
Lo que nos está diciendo Cervantes con ese epitafio es: en esta vida quien vive “loco” muere cuerdo, porque ha sabido vivir “fuera de sí”. En cambio, insinúa claramente el epitafio, quien vive “cuerdo” –“sensato” y sin arriesgar- muere loco, porque al morir “no le salen las cuentas”: ¿todo lo que ha hecho…para nada?
Se comprende entonces que el amor puro es imposible en este mundo sin una fe transcendente. El caballero del honor, el caballero que es heraldo de la dignidad humana, que es el campeón del amor, ha de ser necesariamente –y podemos recordar aquí de nuevo a Kierkegaard- el caballero de la fe. La fe en Dios es la única forma de intentar “devolver” lo que Dios nos ha dado: si El nos hizo de la nada y a imagen divina, creer en El es confiar en El, es decir, no pedirle ninguna garantía para esa confianza, y sólo un dios no necesita garantías.
Llegamos así a las consecuencias políticas que a mi modo de ver están implícitas en el Quijote. Si según la tradición cristiana se debe “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, según dicha tradición se ha de separar el poder político del religioso, lo cual me parece que está presente en la obra cervantina. Pero una cosa es separar el poder político del religioso y otra separar la religión de la sociedad. Esto último –progresivamente introducido a través del laicismo moderno- me parece totalmente extraño al Quijote. Para tener amor verdadero y fe, hace falta tener esas virtudes y practicarlas. Y, según la clásica doctrina de la Escuela de Atenas, no se puede tener una virtud sin tener –al menos en cierta medida- las demás virtudes. El caballero de la fe y del amor ha de ser también prudente, templado y –sobre todo- valeroso. Si en el Quijote la virtud de la fortaleza, la valentía auténtica, sobresale sobre las demás virtudes, ello se debe a que la fortaleza y la esperanza son la virtudes fundamentales para un ser cuya existencia es histórica. Son muchas las dificultades que se nos presentan en nuestra vida temporal, y sólo la fortaleza y la fe esperanzada pueden superarlas.
Y, en efecto, si hay algo que se echa en falta hoy en el mundo político, es personas con verdadera valentía y con verdadera fe, es decir, quijotes según la que a mi juicio es la interpretación mejor de esa obra universal. Quizás no es casual, que buen número de los pocos políticos valientes en el mundo actual sean mujeres. Ellas, que han vivido tan frecuentemente la valentía y la fe esperanzada en el ámbito privado, han pasado a ejercer su virtud en la esfera pública.
© Rafael Alvira. Catedrático emérito de Filosofía en la Universidad de Navarra. Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y por la Lateranense de Roma. Doctor honoris causa por la Universidad Panamericana de México. Miembro fundador del Instituto Empresa y Humanismo de la Universidad de Navarra.
“Nuevas Tendencias”, nº 97, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona.