DEVOCIONARIO
Oraciones católicas y prácticas piadosas para uso de fieles. Hagiografía. Testimonios
Alabanza a la Santísima Trinidad (II)
Segunda parte: Alabanza a Dios Hijo.
Del mismo como alabamos al Padre, te alabamos y te adoramos a Ti, oh Hijo: Sol de salvación, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre. Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajaste del cielo, y por obra del Espíritu Santo, te encarnaste de María la Virgen y te hiciste verdadero hombre; en todo igual a nosotros, menos en el pecado.
Durante treinta años viviste en lo secreto, santificando la Tierra, y te sometiste a tus padres humanos. Cuando llegó el tiempo en que debías manifestarte al mundo, bajaste al río Jordán y te hiciste bautizar por Juan el Bautista, para cumplir toda justicia.
Después el Espíritu te guio al desierto, donde oraste y ayunaste durante cuarenta días y rechazaste por nosotros los presuntuosos ataques del Diablo.
Luego llamaste a tus discípulos para que estuvieran contigo, compartieran todas tus fatigas y continuaran un día tu obra.
Comenzaste entonces a revelarte al mundo como el Mesías: de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad peregrinaste anunciando el Reino de Dios.
Sanaste a los enfermos, hiciste ver a los ciegos; los sordos podían escuchar, los cojos andar, los mudos hablar; limpiaste a los leprosos, liberaste a los poseídos y resucitaste a los muertos.
Cada vez acudían más personas a ti para estar en tu presencia, escuchar tu palabra y recibir tu bondad. Eso despertó la envidia de aquellos que habían cerrado su corazón ante ti y algunos decidieron quitarte la vida. Mas tú te alejaste de ellos y continuaste tu obra, como tu Padre te la había encomendado.
Cuando debías consumar esta obra con sufrimiento, muerte y resurrección, subiste a Jerusalén.
En Getsemaní recibiste de manos del Padre el incomparable sufrimiento.
Un Ángel bajó del cielo y te fortaleció: así soportaste la traición de Judas, la infidelidad de tus discípulos, las burlas y el escarnio de los soldados.
Ante Pilato, tu juez humano, permaneciste callado; enmudecido como cordero llevado al matadero, subiste al Gólgota. A las mujeres que lloraban por ti les revelaste el destino de Jerusalén.
Entonces te despojaron de tus vestidos y te clavaron en la cruz. Tú, en cambio, abriste tus brazos y oraste por tus verdugos.
Y cuando llegó la hora en que debías entregar tu Espíritu en manos del Padre, exclamaste: “Todo está cumplido”.
Mas al tercer día resucitaste de entre los muertos, te apareciste a las mujeres y a tus discípulos y los instruiste en los caminos del Reino de Dios, hasta que ascendiste a los cielos para volver al Padre y prepararnos una morada; no sin antes habernos prometido que volverías al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos; cuando tu Reino no tendrá fin.
¿Cómo podremos jamás agradecerte, oh amado Señor, por tu amor y tu infinita misericordia?
Por eso te adoramos con todos los ángeles y santos y glorificamos tu excelso Nombre con todos los que te buscan, te honran y te escuchan.